
¿Es una serie de videojuegos tan importante como para traer de cabeza a los reguladores de dos continentes? Sí, si se llama Call of Duty. Su última entrega, Modern Warfare II, recaudó en su estreno, a finales de octubre, más de 750 millones de euros. En tan sólo tres días. Es decir, más que cualquier estreno de cine, no importa de qué año hablemos. Y eso que se trata de unos videojuegos de disparos que empezaron siendo derivativos de Steven Spielberg y su Salvar al soldado Ryan. Literalmente: Vince Zampella y Jason West lanzaron el primer Call of Duty en 2003 tras haber trabajado con Spielberg y parte del equipo de su película en Medal of Honor, otro juego bélico. Y su poder actual (donde han cubierto guerras pasadas, presentes y hasta futuras. También han tenido a David Hasselhoff como DJ. Es complicado) es descomunal: 10 de los 15 juegos más vendidos en la última década llevan su nombre, y su recaudación rara vez baja de los mil millones de euros en el mes de su estreno. La serie es solo una de las muchísimas franquicias de éxito en manos de Activision Blizzard, cuyo imperio abarca desde el conocidísimo Candy Crush en móviles, que tiene más jugadores que Twitter usuarios, hasta World of Warcraft en los ordenadores, que lleva 19 años ofreciendo una vida paralela a sus usuarios a cambio de una suscripción mensual. En mayo de este año, Microsoft, que además de Windows fabrica y vende una familia de consolas llamadas Xbox, anunció que iba a invertir 65.000 millones de euros en hacerse con Activision. Una de las mayores adquisiciones de todos los tiempos, hablemos o no de videojuegos.
Desde el mismo día que anunció semejante inversión (es 10 veces lo que pagó en su día por Nokia, por ejemplo), Microsoft también le dijo a sus accionistas que esperasen una fuerte vigilancia de los reguladores. Y así está siendo, en parte. Lo sorprendente es que el primer movimiento en contra de la adquisición, que debería culminar en julio, no se fija en los aspectos a priori más preocupantes desde el punto de vista de la competencia (especialmente la entrada en el mercado de juegos móviles, un pastel de 112.000 millones de euros al año del que estaban ausentes). Sino solo, o principalmente, en Call of Duty.
Porque hace una semana, la FTC (la Comisión Federal de Comercio estadounidense, su principal organismo de competencia) anunció que llevaría a los tribunales a Microsoft para detener la adquisición, que debería acabar en julio. Lo hizo con una queja previa que ha enarcado las cejas de más de un jugador. La compra no debería producirse, viene a decir, porque Call of Duty es determinante para la competencia entre consolas. Entre PlayStation, de la japonesa Sony, y Xbox. Un argumento que ignora completamente la existencia de Nintendo, que lleva vendidas unas 115 millones de unidades de su Nintendo Switch, donde no está Call of Duty. Para hacernos una idea, PlayStation 5 llevaba vendidas antes del comienzo de esta campaña navideña algo menos de 30 millones de consolas. Y la última generación de Xbox, algo menos de 20 millones. Pero para la FTC, Nintendo, aunque doble holgadamente a Microsoft y Sony juntas, no fabrica “consolas de alto rendimiento”.
El escrito de la FTC básicamente acepta los argumentos que Sony lleva meses paseando por todos los reguladores: que si Microsoft se hace con Call of Duty, solo habrá Call of Duty en Xbox. Algo que, de momento, es mentira, puesto que el acuerdo actual de Activision con PlayStation para que Call of Duty tenga ciertas ventajas para Sony (la principal de ellas, que no entre en Game Pass, una especie de Netflix de videojuegos que tiene Microsoft, y que no requiere tener una consola) se prolonga todavía tres años. Antes de la demanda, Phil Spencer, el jefe de Xbox, ofreció prolongar hasta 10 años la publicación de Call of Duty en PlayStation. Algo a lo que Sony no respondió. De hecho, el día antes de la demanda, Spencer anunció “el compromiso de 10 años” de Microsoft para publicar Call of Duty en Nintendo Switch y sus posibles sucesoras, algo que no sucede en una consola de Nintendo desde 2013.